Ada tenía que llegar el 14 de noviembre, pero es sabido que rara vez los bebés respetan el calendario previsto. A medida que se acercaba la fecha, nuestros familiares, amigos, y colegas se fueron convirtiendo en apostadores que lanzaban sus predicciones sobre la fecha exacta de la llegada de Ada al mundo. La mayoría creía que se adelantaría, y nos contaban historias de partos familiares que habían ocurrido semanas o incluso meses antes de lo planeado. En mi trabajo, algunos estaban seguros de que Ada iba a nacer con la luna llena, es decir, el 13 de noviembre, mientras que otros aventuraban fechas al azar. En medio de esta lotería de pronósticos, yo era el único aferrado a la idea de que Ada sería puntual, una certeza sin más fundamento que mi deseo de que así fuera.

Dos o tres semanas antes de la fecha esperada, Ana Paula me recordó en al menos cinco ocasiones que ya estábamos en el rango de fechas posibles, que podía suceder en cualquier momento. Pero los días seguían pasando con calma, y mi tranquilidad se empezó a convertir en una pequeña ansiedad.

El 13 de noviembre, bajo la luz de la luna, tampoco hubo ningún tipo de desenlace. La influencia del ciclo lunar sobre el embarazo es sólo una creencia popular, así que nada de qué sorprenderse.


Llegó el esperado 14 de noviembre, pero Ada tampoco salió a nuestro encuentro. Me hubiera gustado que mi hija forme parte de ese 5% de partos que ocurren en la fecha programada por el obstetra, pero no pudo ser.

Mi licencia laboral, que tenía que empezar ese día, tuvo que ser postergada, y cada día de trabajo a partir de entonces se me fue haciendo un poco más pesado. Mis respuestas automáticas a las preguntas sobre el estado de mi esposa y el nacimiento de mi hija se volvieron monótonas, y mientras la creatividad para responder se agotaba, la ansiedad por la llegada de Ada se intensificaba.

Por esos días me salió un sarpullido rojo sobre las manos que resultó ser una dermatitis por el estrés.


Comenzamos a asistir a los controles programados, que se hacen cada tres días, o al menos así lo manejan en este hospital de Italia. Si al décimo día la bebé aún no se dignaba a nacer, se debía inducir el parto. Es decir, nacer iba a nacer —per forza, como dicen acá—, pero pensar que íbamos a estar con éstas ansias y expectativas durante tanto tiempo, nos agotaba un poco.

Finalmente, en uno de los controles se observó que Ana Paula tenía poco líquido amniótico, por lo que se adelantó la primera técnica de inducción, que consistía en provocar las contracciones bebiendo un aceite horrible, cosa que Ana Paula hizo sin quejarse.

Esa misma noche hicimos una oración; sentíamos que el momento había llegado.

A las 21 horas Ana Paula comenzó a tener las primeras contracciones. A las 22 llegamos al punto nascita, donde la controlaron y decidieron que quede internada por las dudas. A las 23 Ana Paula rompió bolsa y las contracciones comenzaron a ser cada vez más fuertes. A las 2.35 nos llevaron a la sala de parto. Como las contracciones no eran de la calidad que la obstetra hubiera querido, Ana Paula comenzó a pujar recién a las 5.30.

A las 7 horas y 11 minutos de la mañana de ese 22 de noviembre, nació nuestra hija Ada. Fue una mañana hermosa.


Y ahora que la tengo junto a mí mientras escribo estas palabras, pienso en lo curioso de que nadie acertara con su fecha de nacimiento. Hay algo lindo en esa anécdota sin remate, y es el recordatorio de que Ada es ella misma, y nadie puede definir lo que hará con su vida. Me gusta pensar que su llegada, un poco imprevisible como lo fue, es un reflejo de su singularidad, un presagio de que su camino será único e irrepetible.