Las prácticas

Cuatro semanas. Eso fue lo que duraron mis prácticas en el hospital. Cuatro largas semanas que parecían no terminar jamás. Llegué el primer día con un entusiasmo que ahora me parece ridículo, pensando que todo iba a andar bien. La realidad me iba a resetear las expectativas en poco tiempo.

Mi sector era Urología y Ortopedia. Una especie de feudo gobernado con mano de hierro por Eliana, la famosa caposala de la que ya algo me habían hablado.

Me encontré con ella por primera vez en uno de los corredores, donde más que saludar, me hizo un frío gesto con la mirada y siguió camino. Más tarde me llamó a su despacho, donde tuvimos el primer encontronazo. Me reclamó no haberme presentado ante ella cuando empecé las prácticas. Intenté explicarle respetuosamente que el primer día ella no estaba, y el segundo me habían puesto a trabajar de inmediato. Pero era como hablarle a una pared. «Los jefes vestimos otro color», me dijo. «Podrías haberte dado cuenta cuando me viste llegar». Era absurdo.

Viéndolo ahora en retrospectiva, creo que ella había vivido como una derrota el tener que presentarse por sí misma: era yo quien debía haber ido a besar el anillo al rey.

Para terminar agregó que esperaba que al final de las prácticas haya logrado cierto nivel de autonomía, pero que bajo su mando casi ningún practicante había terminado con buenas notas.


Los próximos días fueron terribles. El primer mal trato fue cuando me gritó delante de todo el personal para decirme que no debía ponerme los guantes innecesariamente ni referirme a un paciente como «el señor». Fue quizás el momento más humillante. Me costó articular una respuesta porque todos se habían detenido a mirar la escena.

«¡Son personas con nombre y apellido!», gritó. «No los llamamos por su número de habitación o cama, ni mucho menos señor o señora».

Su tono, su actitud, todo me dejó como si me hubieran pasado por un exprimidor.

Al día siguiente pasó algo similar, de nuevo por el tema guantes. Algún otro día fue porque miré la hora en mi teléfono. Una vez también se enojó porque había atendido el llamado de un paciente antes que una enfermera. Y hubo varias situaciones más que, gracias a Dios, ahora no recuerdo.


Esa primera semana me dejó agotado. Cada encuentro con Eliana me iba drenando las energías. Varias veces pensé abandonar las prácticas, pero me daba lástima dejar todo inconcluso.

No sé por qué me afectaba tanto. Algunos dicen que en situaciones así uno debe armarse de una coraza y no dejar pasar las agresiones, ¿pero cómo? Yo no podía. Había pensado en hablar con ella y echarle en cara que aunque yo sea tan solo un inmigrante haciendo las prácticas de uno de los puestos más bajos del sistema de salud, me tenía que tratar con respeto como a cualquier otra persona.

Pero era inútil. Todos sabían como era ella. Siempre había sido así, incluso antes de ser jefa. No iba a cambiar por un practicante ofendido.


En algún punto me comenzó a generar intriga esta persona. Había algo en su expresión, su manera de no mirarte al hablar, de entrecerrar los ojos y llevar siempre ese ceño fruncido. Me preguntaba si esa era su cara para todos los aspectos de su vida, si dormía así, si alguna vez se permitía una sonrisa. Quién sabe, quizás en otras tierras, lejos de su reino hospitalario, existía un atisbo de bienestar.


Para la tercera semana, sin darme cuenta, me encontré planeando cómo vengarme de ella. Siendo cristiano, surgió un conflicto en mi interior porque sabía que no tenía que dejarme llevar por este tipo de sentimientos, pero aún así dediqué un buen tiempo a imaginar cómo generarle algún dolor de cabeza, traerle algún problema en el trabajo, no lo sé, algo. Al final me decidí por enviarle un correo a la administración del hospital, quejándome y pidiendo que nunca más mandaran practicantes a su sector.

Durante un tiempo fui redactando este mail en mi cabeza mientras trabajaba. Le agregaba ideas, ideaba modos creativos de decir las cosas de manera formal pero ácida a la vez. Sí, iba a ser un mail durísimo, y a su vez escrito con mucha altura. Pero, con el paso de los días, el resentimiento se fue diluyendo. El trabajo me terminó por atraer, era estimulante. Hice cosas que nunca había hecho: quité catéteres, manejé estomas, administré residuos biológicos, esterilicé instrumentos, y atendí a pacientes con todo tipo de patologías. Aprendí muchísimo. Y, para mi alivio, la caposala no estuvo tan presente durante esas últimas semanas.

El resto del personal también parecía aliviado cuando Eliana no estaba. Era curioso ver cómo enfermeros y operadores estaban divididos sobre ella. Para algunos era el diablo, mientras que otros creían que el hospital necesitaba más personas como ella, aunque para mí fuera difícil de creer.


Una mañana salí de una habitación justo a tiempo para cruzarme con la caposala en el pasillo. Llevaba un té en la mano, y por primera vez vi algo en su rostro que podría pasar por una sonrisa. Saludaba a los demás como si fuera una más, como si no fuera la emperatriz malvada que yo conocía. Fue una escena surreal. La miré unos segundos con una mezcla de sorpresa y desconcierto, y entonces sentí algo que no esperaba: lástima. Pensé que tal vez detrás de esa armadura había algo roto, algo que la empujaba a ser como era. Esa noche en casa oré por ella. Le pedí a Dios que le diera paz, porque incluso los reyes del hierro más duro necesitan una grieta por donde pueda entrar la luz.


Última semana de prácticas, o tirocinio, como le dicen acá. Estuve un poco nervioso antes de que la caposala me llame a su oficina para darme el puntaje y hacerme la devolución final. Mientras esperaba imaginé varios escenarios en los que le cantaba las cuarenta, por fin me desahogaba y la dejaba sin palabras. Pero eran sólo una fantasía; no siempre se hace justicia y no siempre los villanos son lo que parecen. A veces solo queda aceptar las cosas como son y seguir adelante.

A pesar de mi incredulidad y pesimismo, en su oficina la caposala me felicitó por el trabajo que había hecho durante las prácticas y me puso casi la nota más alta. La vi un poco más relajada, más humana. «Espero que hayas aprendido algo», fue lo último que me dijo antes de darnos la mano y despedirnos. Ni siquiera en ese momento esbozó una sonrisa.

Saliendo del hospital pensaba en sus palabras, ¿había aprendido algo? Seguramente sí, pero no podía ponerlo en palabras en ese momento. Ahora sólo quería caminar hasta la estación de tren y dejar que la noche se llevara el peso de estas últimas cuatro semanas, las más largas en mucho tiempo.