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La semana pasada pude —por fin— conocer a mi familia italiana. Hablo de los Calzolari que se quedaron en Italia cuando los demás emigraron a la Argentina. Fui a visitarlos a Civitello, una fracción de Cingoli en las colinas de Las Marcas. Un pueblo pequeño, de casas de piedra y vistas al campo. Allí nació mi bisabuelo Girolamo hace 145 años.

Los contacté por primera vez hace casi dos años, y de nuevo hace unas semanas para avisarles que íbamos a manejar hasta allá. Las seis horas y media de viaje —que terminaron siendo ocho— valieron la pena. Nos encontramos con la gente más amable y predispuesta a recibirnos de toda Italia. Podrían no haber estado interesados en conocerme, pero en cambio estaban felices de que vayamos. Nos hospedaron, organizaron almuerzos y cenas familiares para que conociéramos al resto de los Calzolari —primos, hermanos, hijos y nietos—. No había imaginado semejante despliegue de hospitalidad. Fue hermoso.

En pocos días me hicieron conocer no solo el pueblo de mi bisabuelo, sino también San Severino —donde nació mi bisabuela— y varios lugares increíbles de los alrededores.

Les conté cómo los ubiqué. Tenía el certificado de nacimiento de Girolamo, que decía que había nacido en Cingoli. Más adelante di con una copia fiel del acta. A diferencia del certificado, la copia fiel aporta detalles como la dirección exacta del nacimiento. Así descubrí Civitello, esta pequeña fracción. Cuando vi que aún vivían Calzolari allí, supe que estábamos conectados de alguna manera.

Uno de los momentos más fuertes fue visitar el cementerio. Allí yacen varios Calzolari y, entre ellos, mis tatarabuelos Cesare Calzolari y Anna Piermattei. Quiero nombrarlos porque para mí es importante. Son nombres que vengo leyendo desde hace casi diez años en actas de nacimiento, matrimonio y defunción, desde que empecé a preparar mi ciudadanía. Cuando dejamos el cementerio, mientras miraba el paisaje verde que rodea todo, no sabía si tenía ganas de llorar o qué. Fue algo inesperado.

También me tocó una fibra íntima escuchar historias familiares. Una de las nietas de Alfredo —hermano de mi bisabuelo— me contó que, cuando era chica, le leía las cartas que llegaban de Girolamo a su abuelo, porque él no sabía leer. Alfredo le pedía que se las repitiera una y otra vez, y cada tanto se le escapaban las lágrimas. Esa imagen, de mi bisabuelo escribiendo desde Santa Teresa y su hermano en Italia escuchando sus palabras en silencio, me dejó con un nudo en la garganta.

Mientras paseábamos me venían estas escenas a la cabeza. Imaginaba a mi bisabuelo recorriendo a caballo o a pie esos kilómetros de campo, viviendo la pobreza y la incertidumbre de la época, dejando atrás a su familia sin saber si volvería a verlos. Pensaba en esas cartas cruzando el océano y en la distancia enorme entre ambos mundos. Hay algo poético en la valentía y el dolor de esas personas. No somos del todo conscientes de la época en la que vivimos ni de lo afortunados que somos.

Creo que cuando decidí ir no dimensioné lo que estaba haciendo. Quizás necesitaba satisfacer una inquietud, quizás lo pensé como una investigación. No reparé en lo movilizador que podía llegar a ser todo.

Volví a casa con la sensación de haber completado un círculo: todos esos nombres y papeles se convirtieron en rostros, paisajes y abrazos. No hay palabras para agradecer a esta familia, los Calzolari, que me recibieron como a un sobrino lejano y compartieron conmigo su historia, que ahora también es mía.


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