A dos semanas de dejar Argentina por lo que parece ser un largo tiempo, no podía no visitar Santa Teresa. Ahí eligieron hacer su vida mis bisabuelos cuando llegaron de Italia, y de ahí venimos el resto de la familia Calzolari. Era una deuda pendiente, y el fin de semana pasado pudimos saldarla junto a mi papá y mi hermano.
Ya cuando tomamos el acceso de ingreso tuve la sensación de que entrábamos a un pueblo lindo, prolijo. Y no me equivocaba. Las calles anchas, pavimentadas, los árboles y arbustos bien podados, el típico equilibrio entre lo antiguo y lo remodelado, y el verde que abunda en las localidades de Santa Fe. Todo parecía estar en su lugar. Fue un disfrute recorrerlo.

«La particularidad que tiene Santa Teresa», nos decía mi viejo en el auto, «y que un poco la distingue de otros pueblos, es que cuando vos entrás por la avenida principal, ves la iglesia al final del camino».
Haciendo esas primeras cuadras hacia la iglesia, mi papá comenzó a recordar historias, anécdotas, gente. «¡Mirá, esto era la confitería! Una vez desde ahí arriba me tiraron una copa y me la estallaron en la cabeza». De repente sentí que me faltaba saber mucho, que conocía sólo un poquito de la historia, y ahora necesitaba tener todos los registros históricos de aquellas épocas, los físicos y los abstractos. Pero desde el asiento de atrás mi papá miraba el pueblo fascinado por la ventana, y no quise interrumpir ese momento de contemplación nostálgica con un montón de preguntas que nunca serían suficientes. Me limité a escuchar.




En la plaza principal encontré otra particularidad: la arboleda que la circunda no está conformada por árboles altos con copas intocables como en la mayoría de las plazas, sino por nada menos que plátanos. Una cosa rara, pero linda y muy bien cuidada.
En frente, vimos lo que solía ser el cine al que iba mi papá y el cuartito donde ingresaba y veía cómo proyectaban las películas. A media cuadra estaba la fachada de la casa donde nació —mi abuela literalmente dió a luz en la habitación que daba a la vereda— y donde vivió hasta los 20 años, aunque lamentablemente el viejo chalet ya no está y la construcción ahora es otra. También frente a la plaza conocí la escuela donde mi abuela dió clases durante casi 40 años.

Pero quizás, lo que más valió la pena del viaje fue que mi viejo se haya reecontrado con algunos amigos y conocidos que hacía muchos años que no veía. Entre ellos la mujer que le habló de Dios por primera vez, y también un ex compañero de la escuela que nos comentó: «vivo en Rosario, tengo una empresa, me va bien, pero cada vez que puedo me vuelvo para el pueblo». Un patrón que se repite bastante entre la gente que nació en lugares chicos.
Ya volviendo, veo que varias casas dejan sus puertas abiertas. Aunque es de tarde y no parece haber peligros, esta práctica ya no se ve en las ciudades. Santa Teresa parece todavía mantener una tranquilidad que alguna vez abundó en el país, cuando inmigrantes y argentinos convivían armoniosamente, amaban su rincón en el mundo y querían verlo bien.

Creo que visitar Santa Teresa me ayudó a cerrar mentalmente una parte de la historia y ponerle cara a algunos relatos. Todavía siento que me faltan datos, detalles, anécdotas, pero es muy probable que siempre me sienta así. Y eso será una buena excusa para, algún día con más tiempo, volver a visitar el pueblo de mi viejo.