Escribir

«Tome un libro, deje un libro». Cernobbio, Italia.

Cuando era chico soñaba con ser escritor. Pero después, no sé por qué, el sueño quedó en la nada. De chico escribía cuentos, textos periodísticos de ficción, y cosas graciosas, aunque nunca me metí en concursos ni fui parte de ninguna antología de escritores jóvenes. Solo escribía, imprimía, y se lo hacía leer a mis amigos y familia.

Pero en algún momento dejé de hacerlo, y no tengo idea de por qué. Supongo que cuando sos adolescente y estás llegando a la juventud, te enfocás en cosas que no valen la pena —o un poco sí, si querés llegar sano a la adultez—, y dejás de lado el desarrollo de talentos que podrían hacer que te diferencies del resto cuando sos grande y te metés en una rutina trabajando 48 horas a la semana como todo el mundo.

Cuando tenía unos 18, empecé a escribir en un blog, donde seguramente publiqué muchas pavadas. Tal vez eran las pavadas típicas de un chico inseguro que buscaba validación opinando o siendo crítico sobre temas de los que en realidad no tenía idea. O tal vez no era todo tan malo, y también usaba el blog para publicar cuentos y experimentar con la poesía y la traducción. Como sea, desde aquellos años hasta ahora, siempre tuve algún blog por ahí, aunque cada algunos años me avergonzaba de mis publicaciones viejas y las borraba.

Un día me di cuenta de que había abandonado mi blog hacía ya mucho, y supe que había perdido la costumbre de escribir mis pensamientos.

Más adelante, mientras estudiaba para ser traductor, conocí algunos chicos que escribían muy bien, aunque ni ellos ni yo pensábamos en ser escritores. Más bien, éramos buenos compañeros —amigos, diría— que compartíamos las penurias de los exámenes y los trabajos prácticos, y hablábamos de literatura, de todos esos autores yanquis e ingleses, y de cómo traducir esas expresiones difíciles. En una clase, una profesora nos dijo que un traductor de textos literarios es, en realidad, un escritor. Así que yo creo que durante esos años todos fuimos un poco escritores.

Nunca escribí nada que valiera la pena, pero hay algo lindo en hacerlo igualmente. Escribir nos puede ayudar a ordenar nuestras ideas, conectar con el mundo, con Dios, con nuestra historia, o quizás con la de alguien más. Y esa es una buena manera de pasar la vida.


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